Cinco minutos

 

Yo sé que tu mano tiembla

soldado, no me dispares.

¿Quién te puso las medallas?

¿Cuántas vidas te han costado?

 

Canción del Soldado,

Víctor Jara

 

El contacto más cercano con la muerte. Si uno viera de frente a su propio verdugo, la vida o lo poco que  queda de ésta,  ¿acaso no figuraría frente a nosotros eternamente? Cinco minutos serían perpetuos. Si por un instante nuestras manos fueran deshechas por el golpe voraz de un brazo armado, ¿no rogaríamos porque esos cinco minutos terminarán su recorrido en el tiempo? y ¿qué la muerte nos alcanzara lo más pronto posible?

Frente al escuadrón un joven trémulo.

La sangre que se derrama de los implacables golpes que surcan mi cuerpo y rostro, toma el caudal  de mi piel. Y en el último suspiro de mi vida, el alma de poeta me obliga a escribir las líneas finales. Resiste. Víctor Jara no calla. Poesía que denuncia, ahí donde el olor a sangre emanaba fragancia a muerte, alcancé a escribir en trozos de papel Somos cinco mil.

-¡A ese huevón me lo traen para acá!- gritó el oficial apuntando con su dedo -¡el cantor de pura mierda!-. El horror y la bestialidad más despiadada. -¡Yo te enseñaré maricón mal parido a cantar canciones chilenas, no comunistas!-. La ironía y burlas lanzadas por los militares me hirieron tanto o más que los brutales golpes. Pero yo quería seguir gritando ¡Revolución! en la zona de fuego, donde los poetas hablan del corazón y después son desangrados.

El ataque perpetrado días antes, cuando la junta militar chilena orquestó una implacable persecución de luminosidad verde. Verde hoja, verde olivo, verde ignominia que coloreó nuestras avenidas e irrumpió nuestros hogares y escuelas cuando nosotros nos despedíamos con un ¡hasta siempre compañero Presidente!

De la música a las cenizas. La voz silenciada por azotes, por la llama ardiente y voraz del enemigo era la voz de la resistencia. Dejé de cantar, de respirar y de rasgar  las cuerdas de mi vieja guitarra, que ahora se impregnaba con los efluvios de mi sangre y la del pueblo chileno que sufrió el terrible 73.

De frente a la pared formada por cientos de pequeños cuadros de colores, evoqué un mosaico bizantino. Mis manos sucias se apoyaban en la cruel superficie, la cual parecía desfallecer frente a mí. Mientras yo hacía el esfuerzo para evitar que me aplastara, sentí un par de manos violentas registrar mis flancos, recorriendo vorazmente las partes de mi cuerpo hasta encontrar el desusado miembro. La desnudez me hacía sentirme desamparado, los instantáneos toques eléctricos laceraban la piel que una vez amó a una mujer y se unían a una espiral de interrogantes que agobiaron mi mente. Pasó el tiempo. Cinco minutos tal vez y mi debilidad aumentaba. Deseaba que el muro cortesano que imaginé me sepultara y terminara así con la dramática expectativa.

El golpe de estado perpetrado por las balas de Washington y la milicia chilena encabezada por el general Augusto Pinochet, acabarían con la esperanza de nuestro compatriota Salvador Allende para implementar un gobierno de corte socialista. En vísperas del 11 de septiembre  las acciones desestabilizadoras se acentuaron en el frente andino.

Se derramaba sangre fresca en el sur del continente americano, la de cientos de estudiantes, obreros, artistas, campesinos, intelectuales y la de todos aquellos que nos adherimos a la campaña por la defensa del gobierno de Allende. Fuimos presas de las fuerzas opositoras cuando la muerte ya los miraba de frente. Pero esa sangre, nuestra sangre, la de los cinco mil, me dio nuevas fuerzas.

Me sorprenden en la Universidad Técnica del Estado el mismo día del ataque a la Moneda, junto con mis compañeros nos trasladan al Estadio Chile, ahora un vigilante campo de concentración. Capital de la tortura. Por un momento, olvidé que estaba ahí y  me permití evocar las banderas que años, meses o días antes ondearon al viento la fraternidad en un partido deportivo. La emoción de una fugaz victoria desapareció en una mazmorra alumbrada por pequeñas lunas eléctricas. Regresé del breve tempo tránsito y me di cuenta que la vida se ve diferente cuando uno está arrodillado, con las manos en la cabeza, aterrorizado, humillado.

Éramos diez mil manos y yo junto a ellas. Junto a todos esos hombres, con el cabello ensortijado y sonrisa ancha, con una expresión que buscaba alentarlos, un gesto que en vez de palabras profesaba ánimo en un sitio de disparos.

Un ejército nacional. Un ejército de la Patria. Uno que comienza a seccionar al país, a aniquilar lo mejor que un país pueda tener: su gente, sus raíces, su cultura. El desfile de reminiscencias irrumpía en el cuartel de mi memoria, pensaba: ¿por qué estoy aquí?, ¿qué hice mal?, ¿por qué está ignominia? Yo era un chileno típico, un hombre nacido y criado en los barrios, actor y director de teatro, recorrí el mundo cantando, tenía una esposa y una familia. No pude evitar el estremecimiento. Pero para el sistema los «problemas» son para resolver y se acabó.

El pasillo se me antojaba interminable, la luz distorsionaba el verdadero rostro del holocausto. Me refugié en un rincón humillado por las soberbios rostros militares que fracturaron mis manos. -¡Esto les va a pasar, este será su castigo malditos comunistas!-.

Las ruinas de la memoria aún conservaban fragmentos de la poesía de mi guitarra, con ella daba forma a los anhelos, sueños, angustias y momentos de zozobra del pueblo que me vio crecer, cubiertas de simpleza y melancolía eran imágenes pintadas y delineadas con cantos de batalla sudamericanos. Esa fue la tierra que me vio crecer, y es la tierra que ahora defiendo con mi voz y con esa guitarra que un día acarició suavemente la nueva canción chilena. Si molesto con mi canto a alguien que no quiera oír, le aseguro que es un gringo o un dueño de este país.

La tortura estremecía, el castigo de golpes que recibí hacía que lentamente la muerte se apoderara de mí, invadía mi organismo, avanzaba en mi interior. Mi existencia la percibía distante, inalcanzable. El dolor bloqueó mi cuerpo. Ya no sentía. La vida, mi vida se me escapaba como agua entre los dedos. Respirar se hacía cada vez más difícil, pero aun podía ver el pulso de las máquinas que llevaban sus planes con precisión; la pesada bota militar lustrada por la ominosa bandera de las barras y estrellas mutiló y destrozó lo más profundo de nuestro ser, sin que nada pareciera importarles, sólo la sangre y la muerte. Medallas y condecoraciones.

Mientras las lágrimas corrían sobre mi rostro, sentí miles de agujas atravesando mi piel. Escalofríos. Miedo. Esquirlas. Entre el sonido fugaz de los disparos de bayonetas y ametralladoras de los hampones de la DINA, que desesperados buscaban el camino para golpear, pisar,  violar,  matar y eliminar todo rastro de comunismo y democracia, escuché el indescifrable castañeo de mis dientes y me adentré a la escena de una pintura conservada al fresco enmarcada en mis mejores recuerdos; Amanda y las melodías dulces que tarareábamos frente a las tazas humeantes del café de la universidad.

El tiempo no existía, el día y la noche eran huéspedes desconocidos, pero la evidencia de los cuerpos famélicos era aun más visible que la presencia de la infamia verde. Un compañero de lucha logró pasar de contrabando un paquete de galletas y un tarro de mermelada fresca. La solidaridad en el médano cuadrangular nos invitó a probar, por primera vez, después de horas de inanición un bocado. Hundí mi dedo índice en la dulzura de la jalea y lentamente lo llevé hacia mi boca, donde se refugió.

Devoraba mis propias uñas. El frasco de mermelada pasó por las manos de algunos  compañeros que veían con envidia mis gruesas manos campesinas que lograron obtener poco más de ese suave almíbar. Fue el único alimento que probamos en el encierro, era el único color rojo que no era sangre.

El líder de una  de las caravanas de terror que resguardaba el estadio me propinó sucesivos golpes y bofetadas en el cuerpo y rostro. Me contraía del dolor y me sumergía en el charco de mi propia sangre hecho un harapo humano. Aletargado y casi consumido veía apagar la llama de mi existencia mientras alcancé  ver como la lluvia afuera, desnudaba la miseria.

Entre la confusión, el espanto y el estrépito, una voz iracunda escupió frente a mí la sentencia funesta: ¡déjame arreglar yo a este comunista culiao!, ¡con palabras parece que no entiende!- Detecté algo de sinceridad en esa voz. Un dolor desconocido quemaba y perforaba mi cuerpo cientos de veces. Las palabras y el sonido de la metralla sonaban distantes. Las ideas eran laberínticas. Me refugié en las profundidades del ensueño. Perdí la conciencia.

La oscuridad me invitó a cerrar los ojos, estaba como dormido y supuse que al abrirlos, iba a escapar de esa pesadilla. Desperté en un cuarto blanco. Limpio. Tibio. Un olor extraño permeaba la atmósfera de aquel lugar. Miré a mí alrededor y la vi. Clavé mi agonizante mirada en sus ojos cristalinos. Más verdes que nunca, combinaban exquisitamente con su piel de nieve. Y le grité: ¡no permitas que me entierren, Víctor está vivo! ¡diles que tengo que estar con mi gente, no entre piedras, tierra, gusanos y helechos!, ¡diles que tengo que cantar!

Mi grito desesperado se ahogaba en la desolación del lugar. Todo intento fue fallido.  Me sentía tan pesado, horrorizado frente al desprecio y la liquidación física, de cara al exterminio voraz de sueños, de voces que no se conformaban, de personas que sólo exigían una vida diferente.

El silencio lo era todo. Inmóvil yacía en el repugnante sótano del estadio, pude ver miles de cuerpos mutilados apilados como marionetas a mi lado. Falanges expuestas, rabia desbordada, inmundicia, crueldad. Y en cinco minutos quedé destrozado

-¡Canta ahora si puedes hijo de puta!-.

Por Lucero Flores.

 

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